Hace tiempo comencé a sentir que algo cambiaba en mí. Me sentía cada día mas y mas lejos de de Dios, era como si estuviera cayendo sin poderlo evitar y sin nadie que me sostuviera. Entonces me deje llevar por mis emociones, y el enemigo, nada tonto, se aprovechó.
Yo sabía exactamente qué tenía que hacer y cómo enfrentar la situación, sin embargo, no lo hice. Es como tener las armas para pelear y tomar la tonta decisión de quedarse paralizado. Todo mi ser empezó a llenarse de indignación hacia mi misma y sentía que cada palabra que recibía por parte de Dios, que nunca se descuida de sus hijos, era inmerecida. No podía comprender por qué tanta atención hacia mí, por qué tanta misericordia.
Entonces recordé, porque ya lo sabía solo que tenía los ojos vendados, que cuando abunda el pecado, la gracia lo supera. Dios es grande en misericordia, tanta que no cabe en nuestro entendimiento, si así no fuera hace tiempo que ya todo habría acabado. A partir de ahí, he empezado a aceptar todo lo que Dios tiene para mí, no por mis obras, sino por su amor. Aprendí que no puedo hacer nada más que agradecer con mis actos, con mis palabras, con mis sentimientos, con todas mis fuerzas, con toda mi vida a mi maravilloso creador por su bondad y misericordia eterna.